Susana Gutsztat
Nunca se sabe bien cómo es la cuestión: si es el tiempo que pasa, o si las cosas pasan a través del tiempo. Lo cierto es que en Purmamarca, un pueblo que se refugia en la cordillera andina, al norte, allí donde el sol es generoso y la piedra se hace abismo, casi todo parece estar fuera de este argumento: aquí la historia se detuvo y el devenir se desdibuja. Todo está como hace siglos y no parece que algo vaya a cambiar.
Sus callecitas empedradas o de tierra tienen veredas angostas, por donde solo se puede andar de a uno. Están flanqueadas por bajas casas de paredes blancas o terrosas en las que puertas y ventanas están puestas desparejas, como al azar.
Las calles se van entramando alrededor de la plaza que, como en todo pueblo, es un referente: lo que es importante queda enfrente, cerca o al costado. Allí se juntan todos, moradores y visitantes, alrededor de los puestos de artesanías que venden ponchos y tapices, dulces y quenas, cacharros y cacharritos.
Apenas cruzando, la antigua iglesia testimonia que era importante asegurar la solidez de las paredes: el metro de espesor de sus muros de adobe lo confirma porque se vienen sosteniendo hasta hoy, y como en otros caseríos por donde pasó el español, en este también hay un cabildo, pequeño y simple, pero no le falta recova.
Muros y pinturas, objetos y cantos, acumulan pasado, nos cuentan cosas, pero a veces, los árboles también hacen historia: junto a la iglesia, un milenario algarrobo se despliega en sombra sobre el empedrado. Su ancho ramaje cobijó al patriota Belgrano y a sus tropas y también al cacique Viltipoco, líder de la resistencia indígena contra la conquista, cuando se organizaba para combatir al enemigo.
Los habitantes de la quebrada tienen tez oscura y ojos negros. Visten ropas coloridas y sombreros de paja o fieltro. La piel ajada muestra que por sus rostros ha pasado el viento y ha penetrado el sol. Se los ve tranquilos, amigos del silencio, con poco apuro, la mirada paciente y el gesto amable.
En Purmamarca el paisaje manda: bajo un cielo irremediablemente azul, las montañas se entrelazan en raras geometrías. Las laderas tienen franjas multicolores y participan del juego de la luz y las sombras que marcan las horas. Cuando la tarde se desarma, los tonos se diluyen, los cerros y los álamos se convierten en siluetas y todo se aquieta. Cerca o lejos se escucha el eco de una copla o de algún carnavalito y así la escena norteña está completa.
Tuve una infancia repleta de crayones y acuarelas. ¡Y tantas veces dibujé este paisaje en las hojas de mis cuadernos! Era el paisaje perfecto: arriba un amarillo sol redondo, un cielo de borde a borde pintado con todos mis azules, montañas con cimas puntudas, arbolitos que se enredan en las nubes, algún hilo de agua más allá y una casita más acá. A lo lejos, un paisano en poncho y un perro que lo acompaña. Sí, era el paisaje perfecto.
¡Quién lo diría! Ya sabía de Purmamarca, aun antes de haber estado.