Cuba es única a gracias a su gente. Fascinan a simple vista el ritmo de su música, los colores de sus calles y los autos antiguos, pero esta isla es especial gracias a la fortaleza de su pueblo.
Uno no puede recorrer el país sin escuchar historias sorprendentes. Historias de los que se quedaron, de los que intentaron irse y de los que lo lograron. Historias de luchas y decepciones. Historias de gente que perdió todo, pero conserva la sonrisa.
Recorrer La Habana es transportarse en el tiempo, donde todavía suena el eco de la revolución y la verdad depende de quién te cuenta la historia.
Todavía hoy se habla con miedo y con prudencia porque las heridas siguen abiertas.
Estuvimos unos días en las playas de Varadero y desde ahí fuimos a La Habana. El viaje dura algo más de 2 horas en auto. Horas que aproveché para preguntar y re preguntar al chofer acerca de sus opiniones. Empezó respondiendo con el discurso revolucionario oficial y terminó contándonos cómo había intentado escapar de la isla en una balsa.
Cuando estábamos llegando al hotel, nos propuso llevarnos hasta el Cristo Habanero para tener una vista panorámica de la ciudad. En cuanto aceptamos su ofrecimiento desconectó el GPS y nos explicó que esa excursión la hacía en forma privada y no quería que “los jefes vieran por dónde estuvo el auto», y así, de a poco, fuimos entendiendo como funciona esta sociedad tan particular donde unos pocos controlan lo que hacen muchos.
Cuando finalmente llegamos al hotel, después de esa parada imprevista, nos dio su tarjeta por si queríamos hacer una visita guiada por la ciudad al día siguiente, pero nos pidió que si lo llamábamos habláramos poco y bajito “porque nunca se sabe quién está escuchando” y entonces sí nos quedó claro como son las cosas.

Tuvimos la suerte de llegar a Cuba con un encargo: comunicarnos con la Sra. Daris para entregarle unos regalos que le enviaba su sobrina desde Argentina. En cuanto la llamamos nos ofreció encontrarse con nosotros en el hotel o que vayamos a su casa. Por supuesto optamos por visitarla.
Es una mujer de mediana edad que vive en un cuarto junto a su marido, en una casa que comparte con otras familias. Subimos por las escaleras hasta el segundo piso donde nos estaba esperando con una sonrisa. Atravesamos la cocina común y por un pasillo llegamos a su habitación, único ambiente de su casa. Nos invitó a sentarnos sobre la cama y se deshizo en amabilidades.
Nos contó, aunque no habíamos preguntado, que en Cuba se vive muy bien, que ella es empleada del gobierno y que ahí no trabaja el que no quiere. Toda una declaración de principios.
Nos quedamos un rato escuchando su versión de cómo están las cosas y le entregamos los regalos que le mandaban, entre los que había un termómetro y pasta de dientes. Porque «en la isla no se consiguen», nos explica. Le ofrecimos shampoo y crema de enjuague que le habíamos llevado, por si conocía a alguien que pudiera necesitarlos y nos dice, con algo de vergüenza, que se lo guarda para ella.
Parece ser que en Cuba “se vive bien, pero no tanto”.

Después de esa visita y como todavía era temprano fuimos a recorrer La Habana Vieja. Caminamos por la calle Obispo, una especie de 5ta avenida al estilo cubano y llegamos hasta la Plaza de Armas donde hay un mercado de libros y objetos usados. La plaza está flanqueada por tres palacios: el de los Capitanes Generales, el del Segundo Cabo, y el palacio de los Condes de Santovenia, convertido en Hotel. Al lado, un templete columnado aloja tres murales que representan momentos históricos de la ciudad. Por la calle Mercaderes, perpendicular a la calle Obispo, se accede a la Plaza Vieja.
Su encanto radica en el ambiente colonial español en interpretación caribeña ya que las casas que la rodean sirvieron, en su momento, como residencia de las principales familias de la burguesía criolla. Es uno de los sitios arquitectónicamente más eclécticos de La Habana, donde el Barroco colonial convive en armonía con el modernismo inspirado en Antoni Gaudí, el pavimento empedrado, la fuente central y las coloridas fachadas, tan típicas de la ciudad.
Desde ahí seguimos hasta el Castillo de la Real Fuerza. Paseamos un rato por el Malecón, le sacamos fotos al Castillo de San Salvador de la Punta, típica postal cubana y paramos a almorzar en La Bodeguita del Medio, donde Ernest Hemingway, enamorado confeso de la ciudad, tomaba Mojito.
Cuando salimos seguimos caminando hasta la Plaza de la Catedral donde mujeres y hombres en trajes típicos posan para la foto a cambio de algún billete. La Catedral de la Virgen María de la Concepción Inmaculada de La Habana es una de las 11 catedrales católicas de Cuba.
Seguimos caminando un rato más sin rumbo fijo; recorriendo esas callecitas angostas llenas de encanto y de historias que hacen de la Vieja Habana un lugar tan pintoresco.
A la noche fuimos a ver la ceremonia del tradicional cañonazo, que se celebra en la Fortaleza de San Carlos de La Cabaña y que rememora el disparo del cañón que en la época colonial anunciaba el cierre de las murallas que rodeaban la ciudad, para evitar ataques de piratas y corsarios.
Al día siguiente empezamos nuestro recorrido por Centro Habana. Recorrimos el Paseo de Martí, conocido como Paseo del Prado.
Fue la primer avenida ubicada fuera de los antiguos muros de la ciudad. Su construcción empezó en 1772 y terminó en 1830. El propósito inicial era crear un gran paseo como los de París o Barcelona (de hecho, está inspirado Las Ramblas de Barcelona y no tiene nada que envidiarle). A lo largo de la avenida encontramos 8 estatuas de bronce con forma de leones que parecen estar vigilando a todos los que pasan. El Paseo comienza en el Malecón y llega hasta uno de los centros neurálgicos de la ciudad: el Parque Central, en cuyas márgenes se levantan edificios notables.
El más antiguo es el Gran Teatro de La Habana (antiguo Teatro Tacón, de 1835), de recargado estilo neobarroco que resulta muy atractivo por sus monumentales grupos escultóricos. En la manzana contigua se encuentra el que fue primer gran hotel de La Habana: el Hotel Inglaterra (de 1875). Conserva el ambiente de la época y cuenta con una terraza frente al Parque Central de vista privilegiada.
El Capitolio habanero, al otro costado del Gran Teatro, fue construido en 1929 por iniciativa del presidente Gerardo Machado, que ordenó que su altura superase, aunque en solo unos centímetros, a la del Capitolio de Washington, del que es copia.
En el lado contrario del Parque Central se levantan dos edificios que albergan el patrimonio artístico del Museo Nacional de Bellas Artes: el Palacio de Bellas Artes (para la producción artística cubana) y el Centro Asturiano (dedicado al arte internacional).
Una zona que también merece un paseo es el llamado barrio chino, situado a las espaldas del Capitolio, donde se asentó esta gran colonia llegada a finales del siglo XIX.
Está precedido por la Puerta de los Dragones, regalo del gobierno chino en 1999.
El insólito mestizaje que se produjo entre los chinos y la población cubana se refleja en el mosaico étnico y cultural que todavía encontramos en esta área de la ciudad.
De ahí fuimos al Museo de la Revolución, ubicado en el antiguo Palacio Presidencial. Fue utilizado por varios presidentes, de los que el último fue Fulgencio Batista. Lo curioso es que su interior fue decorado por la casa Tiffany.
Es una visita obligada para todo aquel que sienta curiosidad por la historia de Cuba, ya que reúne material y colecciones relativos a la Revolución. En sus paredes pueden verse todavía los impactos de balas de los sucesos del 13 de marzo de 1957 cuando un grupo de revolucionarios intentó matar a Batista. No lo lograron ya que el presidente había escapado por una escalera interior desde su despacho.
Siguiendo el recorrido histórico fuimos hasta la Plaza de la Revolución; la más moderna de las plazas de La Habana, siendo además una de las más grandes del mundo.
Está considerada un símbolo de la Revolución Cubana. Aunque había sido creada antes de 1959, fue con la llegada de los rebeldes cuando adquirió su mayor importancia.
Coronando la plaza se encuentra el Monumento a José Martí. Se trata de una enorme torre de 142 metros de altura, recubierta en mármol gris con forma de estrella de cinco puntas. Es la estructura más alta de Cuba.
Rodeando la plaza se encuentra el Teatro Nacional; el Ministerio del Interior, con un relieve escultórico del Che Guevara y el Ministerio de Comunicaciones, con el relieve de Camilo Cienfuegos, el tercer héroe de la Revolución.
Para terminar el día tomamos un taxi y le pedimos que nos llevara a un shopping. Para nuestra sorpresa nos preguntó a cuál ya que hay más de uno. Nos decidimos por el Centro Comercial Cohiba, en el barrio de Vedado, donde vive la clase media, con avenidas anchas y grandes caserones que conforman un muestrario arquitectónico de lo más variado. Una vez más el estilo colonial convive con el art-decó, el art-nouveau y con copia de tradicionales casas europeas. Los porches columnados, casi omnipresentes, justifican que Carpentier llamase a La Habana «la ciudad de las columnas»
Entrando al shopping nos encontramos con varios locales de ropa, dos perfumerías, una casa de deportes y algunos bares.
Al salir comentamos nuestra sorpresa con el taxista que nos aclaró que los shoppings son para la clase alta y los turistas, aunque los productos son de mala calidad y nos cuenta que él ahorro 2 años para comprarse un par de zapatillas de marca y cuando por fin las pudo usar la suela de goma estaba tan reseca por lo viejas que eran que, prácticamente se le deshicieron en los pies, y nos dice para rematar: “Así se vive en Cuba”.
El barrio El Vedado se extiende hasta el río Almendares y su desembocadura. La calle Calzada, paralela al Malecón, atraviesa bajo el río por un túnel. En este punto comienza Miramar, una zona de la ciudad que puede parecer más que un cambio de barrio, un cambio de país.
Se trata de la zona residencial que creció en la primera mitad del siglo XX para alojar a la clase alta. Presenta un urbanismo ordenado con manzanas amplias y rectangulares. El eje principal es la 5ta Avenida (con un ancho bulevar central). Una buena parte de las casas fueron abandonadas con el triunfo de la revolución de 1959. Las de las avenidas principales alojan actualmente embajadas e instituciones públicas.
En nuestro último día encontramos una joyita y fuimos a conocer “fusterlandia”; el proyecto creativo del ceramista, dibujante, pintor y grabador cubano José Antonio Rodríguez Fuster que decoró las fachadas de más de 80 casas y edificios de la comunidad de Jaimanitas.
Recorrer sus calles es una experiencia surrealista y psicodélica. Es una especie Park Güell cubano absolutamente fascinante.

Antes de volver a Buenos Aires la curiosidad hizo que visitáramos un supermercado. Fue algo así como el último shock de realidad para entender cómo se vive actualmente en Cuba. Las góndolas tenían aspecto de haber sido saqueadas, los pasillos estaban vacíos, no existía ninguna variedad de productos y lo poco que había parecía tan viejo que no daban ganas ni siquiera de probarlo.
Pero así es Cuba: una ciudad viva, cambiante, llena de historias, donde la mezcla de estilos y la calidez de su gente se fusionan para convertirla en un lugar único, del que, sin dudas, no se puede salir indiferente.