El Desierto del Sahara. Una impecable puesta en escena
El espectáculo está armado. Los nómadas, con sus trajes típicos, las jaimas para pasar la noche y los dromedarios que esperan a sus jinetes para conducirlos hasta la cima de la duna más alta para ver el atardecer.
Compré el paquete completo, feliz e ilusionada, sintiéndome parte de un personaje de cuentos.

Pocas veces estuve delante de un paisaje tan sobrecogedor como el desierto del Sahara y tengo la suerte de estar viviendo esta experiencia por segunda vez.
Hasta donde se pierde la vista se ven dunas y más dunas; kilómetros de arena interminable que se funde con el cielo, dándole paso a una sensación de pequeñez que nos hace llegar a lo más profundo de nuestro ser.

La primera vez elegí dormir en una clásica jaima como la que utilizan los locales, hechas de cañas recubiertas con telas y tapices de colores, tejidos por las mujeres de la zona. Son piezas únicas. Todas tienen patrones diferentes, que las propias tejedoras dibujan.

Esta vez elegí un campamento un poquito más armado, con las comodidades modernas de cualquier hotel.
Lo que aprendí de mi primer experiencia es que la temperatura del desierto baja considerablemente cuando cae el sol. También vine preparada a enfrentarme a una noche oscura donde la negrura es tan absoluta que te enfrenta con tus miedos más profundos, mientras el sonido del viento se confunde con los pensamientos más traviesos.

Después de un día largo donde subimos y bajamos dunas montados en buggies, recorrimos minas (en desuso), escuchamos la música de africanos nativos y tomamos el té en una auténtica tribu bereber, nos subimos a los (mal llamados) camellos, que ya esperaban por nosotros.
Conociendo el camino que hacen a diario, nos guiaron por la profundidad del desierto donde vimos ponerse el sol que literalmente tiñó la arena de dorado.

Con el horizonte inamovible y el eco de cada palabra retumbando en el silencio, recorrimos unos cuantos kilómetros (imposible saber cuántos) tratando de no perder el equilibrio con cada paso que daba el dromedario ya con la noche entrada para llegar al campamento, disfrutar de una comida típica y escuchar su música al lado de una fogata.
La experiencia estaba terminada y una vez más me quedo con una enorme sensación de gratitud a este pueblo de costumbres tan distintas pero tan hospitalario.
Gran parte de la historia del desierto gira en torno a mitos y leyendas transmitidas a lo largo de los siglos. Una de las más populares cuenta que, mientras los habitantes de Merzouga se encontraban en una celebración, se negaron a dar refugio a una mujer y sus hijos, que habían llegado extenuados por la bravura del calor. Al no recibir ni agua ni refugio, los tres murieron y una colérica tormenta de arena cubrió por completo al pueblo y sus habitantes dando así origen a las enormes dunas que hoy forman el desierto más grande del mundo.